miércoles, 8 de abril de 2009

Detente, sol, en Gabaón!

Por Pedro Paradís, asíduo al Club de los Viernes Argot
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Los hombres nunca hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen desde la convicción religiosa
Blaise Pascal Pensées

De repente Fameli lo comprendió todo, como si un velo cayera de sus ojos. Presa de los nervios, quiso anotar cada palabra de aquella terrible revelación antes de perder el menor detalle. Consiguió alcanzar su pluma y un papel arrugado y comenzó a copiar cada idea, cada pensamiento que le había llevado a la desgarradora verdad, pero en el papel tan sólo aparecían garabatos sin sentido y palabras inconexas. Entonces comprendió que no sólo había olvidado el secreto, sino que no sabía escribir.
Soltó papel y pluma, que salieron despedidos de sus manos. Trató de desandar el camino recorrido, como cuando perdía las llaves y rehaciendo sus pasos las hallaba, pero no pudo, ni pudo recordar cómo había llegado a su despacho, ni con quién había estado, ni por qué estaban todos sus papeles desparramados por el suelo. Se sintió como un jugador que deja escapar de entre sus manos el boleto ganador, el que cambiaría su vida. ¿Qué era aquello que había encontrado? ¿Por qué lo olvidaba, si era tan importante? Estaba ya casi despierto, aunque tardó un rato en comprender que no existía secreto, ni pluma, ni papeles donde escribirla, que todo había sido un sueño. Se incorporó en la cama, con los ojos aún cerrados, y se sintió la respiración agitada y el corazón desbocado en el pecho. Su cuerpo persistía en la pesadilla mientras su mente iba cobrando consciencia de la realidad.Sin embargo, y antes de olvidar del todo aquel sueño supo, por un instante y con certeza, que aquella pesadilla que ya no podía recordar se repetía cada noche en su lecho, y que cada noche la olvidaba. Intuyó incluso que tal vez era él mismo quien cada noche elegía olvidar. En seguida olvidó esto también y se levantó.Con la habilidad de la costumbre recorrió el pasillo en la oscuridad, tentando la pared con la palma de la mano. Fameli era un trabajador incansable, incapaz de permanecer en la cama sin más, esperando la mañana. Convertía cada noche de insomnio en cartas, lecturas y escritos.Ya en su despacho tanteó el interruptor junto a la estantería, de manera que su mano fue a dar con un pequeño libro encuadernado en cuero. Reconoció, antes incluso de dar la luz, el tacto de un viejo volumen del Annales Veteris Testamenti, A Prima Mundi Origine Deducti, que no recordaba haber comprado.Pensó que los libros, además de palabras, guardaban recuerdos. Que cada mancha, cada anotación, cada rastro de olor a viejo y valioso significaba algo para alguien. Para él, aquel ejemplar desgastado no era tan sólo el admirable trabajo del arzobispo anglicano James Usher, sino el recuerdo de un desengaño, de una tarde lluviosa en una biblioteca y del descubrimiento que guiaría su vida.De joven, el introvertido Fameli había vivido para los libros y el ocio solitario, de modo que la vida universitaria supuso para él un alud de nuevas sensaciones. Vivió con dieciocho años experiencias desconocidas; las vivió a destiempo y con intensidad. Así, su primer desengaño le aturdió tanto como las pesadillas que poblarían años más tarde sus noches, y el joven Fameli se refugió de nuevo en la soledad del estudio y la biblioteca.Entre viejos anaqueles, mientras la lluvia limpiaba el campus de la universidad católica de Dallas, aquel libro le había encontrado en un momento en el que dudaba del sentido de la misma existencia. Y ante la incertidumbre del mundo, encontró la certeza más absoluta. James Usher había trabajado sobre la literalidad de la Biblia, para establecer el momento de la creación en el atardecer anterior al domingo 23 de octubre del año 4.004 antes de Cristo. A Fameli le fascinó la existencia de un atardecer sin sol y de un octubre anterior a la invención del calendario romano. Aquella certidumbre categórica le sedujo de tal modo que cincuenta años después todavía recordaba, sin abrir siquiera el libro, que el diluvio universal correspondía al año 2.343 antes de Cristo. De pie en su estudio, despierto tras la pesadilla, y con aquel libro en sus manos, Fameli se asombró de la vividez de aquel recuerdo que ya parecía perdido tras los años. Se devolvió al presente, y a su despacho, sintiendo las baldosas frías bajo sus pies y el cansancio en los huesos, y pensó que el recuerdo de un arzobispo muerto cuatro siglos atrás, objeto de mofa y escarnio tras su muerte, estaba justificado tan sólo por haberle mostrado a él, al estudiante Fameli, la coherencia vital que acabaría haciendo suya.El insomnio doblegaba su cuerpo, pero no afectaba a su mente. Se sentó en el escritorio, dispuesto a avanzar sus quehaceres. El trabajo nunca le había faltado desde que abrió aquel viejo libro. Después de aquel descubrimiento,, los años y algo más que el azar le acercaron a un grupo de jóvenes como él: hombres de fe, capaces y sin miedo. Conservaba una fotografía de aquella época sobre su escritorio, en la que un grupo de jóvenes miraba al objetivo con orgullo. Junto a él, con la mano sobre su hombro, Smidth, el primer amigo, el que lo introdujo en el grupo. La ocasión se propició en una fiesta en el campus universitario. Fameli había acudido ante la insistencia de sus compañeros de habitación, y en cuanto tuvo ocasión salió al jardín para escabullirse hacia la residencia. El cielo ya era de verano, el tocadiscos repetía “Moon river”, tan de moda en el 64, y Fameli, por reflejo, levantó la vista a la luna. Una voz le sobresaltó por detrás, entre risas:
- Moon river otra vez! Moon river una vez más! Son capaces de oír esa estúpida canción mil veces y seguir suspirando cada vez. Si la escucho una vez más me va a estallar la cabeza. Disculpa mi falta de educación, –le sonrió- no me he presentado: mi nombre es Smidth.

Famelli, cauteloso, se le acercó. No era la primera vez que un extraño se le acercaba con amabilidad para desencadenar a continuación la broma pesada de una de las hermandades.

- Mi nombre es Fameli, y tampoco puedo soportar esa canción una vez más. –Sonrió en una mueca trabada- No después de oírla durante una hora seguida.Smidth escrechó con fuerza la mano flácida, temerosa de Fameli, mientras la canción volvía a sonar.- Detente, luna! –gritó Smidth, riendo.- Sol. Es “detente, sol” –corrigió Fameli. Su condición de alumno excelente conllevaba a menudo correcciones públicas a sus compañeros. No obstante se percató de que no era el momento ni el lugar y se sonrojó. – Es lo que dijo Josué, “deténte, sol, en Absalón”. Pero claro, tú lo decías por la canción. Y pensarás que soy estúpido. Supongo que aquella copa de ponche no me ha sentado bien.Fameli levantó la vista esperando ver el reproche a su torpeza, pero Smidth sonreía:.- ¿Sabías –preguntó éste- que la iglesia católica utilizó esas palabras del libro de Josué para desacreditar a Galileo?

Fameli mintió, negando con la cabeza.

- Josué –siguió Smidth- paró el sol, y también la luna, para vencer a los amorreos. Los rivales de Galileo argumentaban que si la tierra girase realmente alrededor del sol, Josué no habría ordenado detenerse al sol, sino a la misma tierra. En la Biblia, inspirada por Dios, no cabía el error.

Siguieron hablando de Bellarmino, de Barberini, de los procesos de la inquisición contra Galileo. Para Smidth había sido una torpeza el uso de argumentos bíblicos en un debate científico, ya que ciencia y teología respondían a distintas preguntas, representaban distintos planos de la realidad. Para Fameli estos planos se superponían y la realidad era tan sólo una y universal. Según las leyes de la lógica aristotélica, decía, una verdad sólo puede conducir a otra verdad. Todos los hombres son mortales; Platón es un hombre; luego Platón es mortal. Con aquella lógica, a partir de dos verdades se conocía otra verdad, de modo que a partir de una verdad fundamental se podía obtener la explicación del mundo.Siguieron discutiendo durante horas con la misma pasión, y Fameli regresó a la residencia con los primeros rayos del alba y se acostó con los ojos abiertos. Por primera vez faltaría a clase.Desde aquel día cada uno sería la sombra del otro. Fameli dejó sus convicciones católicas por las evangélicas de Smidth, y ambos fueron el núcleo de un grupo de jóvenes ambiciosos y dispuestos a defender sus ideas contra quien se les opusiera. Juntos lucharon en el terreno académico y en el político bajo las siglas del Instituto Crítico de la Creación. Tras la sentencia de Epperson contra Arkansas, que permitía enseñar la evolución en las escuelas, se multiplicó la gente dispuesta a apoyarles para defender sus tesis y volver a sacar el evolucionismo de las escuelas.Trabajarían juntos hasta la muerte de Smidth, diez años atrás, cuando Fameli quedó como líder solitario del grupo del retrato de miradas orgullosas que adornaba su escritorio. Poco después Fameli tuvo incluso que esconder aquella fotografía porque no podía soportar el dolor de ver la sonrisa de su amigo cada día sobre su mesa; de hecho no recordaba haberla sacado de aquella caja en el trastero.La muerte de Smidth acentuó en Fameli la sensación de cumplir un deber sagrado junto a aquellos biólogos, geólogos y químicos del Instituto Crítico de la Creación, y veía el insomnio y las pesadillas que tanto detestaba como una bendición, en cuanto le permitían trabajar más. Desde entonces se dedicó en cuerpo y alma al Instituto, cuestionando una ciencia más preocupada por mostrar su saber que su ignorancia, una ciencia que había perdido el rumbo. Al principio tan sólo publicaban en una gaceta financiada por el propio instituto, pero su laboriosidad, y la generosa ayuda de nuevos mecenas les llevó a colaborar en media docena de revistas, y a impartir numerosas conferencias en entidades afines. Fameli llegó a ser el director del instituto, y estaba considerado en sus círculos como el mayor experto en la teoría de Darwin, y su más feroz crítico.No obstante, en los últimos tiempos un trabajo le desvelaba. Estaba preparando una intervención en la sede de una sociedad de profesores de física. Habitualmente centraba su discurso en la crítica del darwinismo y las pruebas que lo refutaban con argumentos contundentes y populistas, pero pretendía orientar aquella intervención de un modo distinto: compararía a Darwin con Newton, el padre de la física. Incluso había esbozado algún título: “orgullo contra humildad”, o quizá “vanidad contra fe”.Sin embargo, no conseguía cerrar sus razonamientos, no percibía la consistencia del texto, y cuando lo releía tenía la sensación de estar sujetando entre sus manos un puzzle de piezas que no podían encajar. “Bendita pesadilla” –pensó- “que me da una horas de más”. Rasgó los apuntes y dispuso sobre el escritorio un par de hojas para esbozar una nueva redacción. En el borrador anterior, ahora en la papelera, había resaltado la desconocida faceta religiosa de Newton. Sonrío ante la ocurrencia de que el libro de Usher no era tan distinto de los escritos de Newton: el arzobispo encontró la creación del universo en el año 4004 antes de Cristo; Newton, por su parte, afirmó que el fin del mundo no llegaría antes del año 2060 de nuestra era. Desechó citar a Usher, pero sí anotó que el padre de la ciencia había escrito más teología que física, y recordó aquella cita en la que Newton se comparaba con un niño jugando en la orilla del gran océano de la verdad. El hombre que descubrió el sistema que regía el mundo, la ley de la gravitación universal, daba con aquellas palabras, una lección muy dura a la ciencia que le sucedería, orgullosa y dogmática.Se disponía a seguir cuando los pedazos del borrador que había dejado en la papelera salieron flotando, como impulsados por una brisa imperceptible. Con un gesto de disgusto, se volvió a centrar en su trabajo.Fameli contaba con varios amigos entre el público, pero sabía que los físicos no serían un auditorio cómodo, y que quizá algún miembro trataría de boicotearle o le hostigaría con preguntas. En la parte central de su discurso debía afrontar asuntos espinosos ante los que muchos científicos se sentirían cuestionados. Sin embargo, pocos descubrimientos científicos estaban tan cuestionados como la teoría de la evolución de Darwin. Obvió pues los argumentos más llanos, para centrarse en los científicos. Los fósiles que recogió Darwin –escribió - no explicaban nada sin localizarlos en el tiempo. Así, pocos sabían que la base de las dataciones era un isótopo tan inestable que su concentración en la atmósfera cambiaba continuamente, invalidando cualquier cálculo. Ésta era una evidencia de tanto peso que sólo permanecía oculta a quien no la quisiera ver. Como otras…Fameli se recostó en la silla, recordando su primera visita al Museo de las evidencias del creacionismo de Glen Rose. Aunque conocía lo que iba a encontrar allí, aunque había observado fotografías, se estremeció ante las huellas superpuestas de un hombre y un saurópodo que para la ciencia moderna se había extinguido millones de años antes de la aparición del ser humano. Recordaba aquel fósil de una forma tan vívida, que lo podía ver tan sólo cerrando los ojos, en la penumbra del despacho: un pie derecho humano, perfectamente definido, como si el mismo Adán se hubiera detenido en aquel lugar unos segundos; una segunda huella superpuesta, de un gran herbívoro cuyo rebaño pacía en aquellas tierras y quizá esperó, oculto entre la maleza, a que el hombre se marchara. En cierto lugar del fósil ambas pisadas se superponían y la uña central del saurópodo se tocaba la huella humana, como el dedo de Dios tocaba al de Adán en la capilla sixtina. Fameli aún se estremecía al recordar tanta belleza. El hombre y el dinosaurio, a pesar de las palabras de tantos científicos, habían convivido hasta la extinción del último en el diluvio universal.Fameli se disponía a introducir el argumento de la complejidad irreducible cuando la pluma que sujetaba se resbaló de entre sus dedos, y se elevó flotando sobre su cabeza. Decidió ignorarla, tomó otra de su cajón, y escribió acerca de la complejidad del ojo, del flagelo bacteriano… era otra anotación científica, contrastada con innumerables datos objetivos. Una prueba más contra la teoría de la evolución, que podía explicar las pequeñas variaciones, pero nunca la aparición de órganos complejos, cuyas partes no tenían ninguna utilidad de forma aislada.Fameli recogió y devolvió al suelo su maletín, regalo de Smidth, que se había elevado por los aires y se desplazaba sobre su cabeza, a punto de abrirse y desparramar sus papeles por toda la habitación, pero pronto dejó caer su estilográfica al dejar de sentir la presión de la silla sobre su viejo y cansado cuerpo. Como la pluma, como su maletín, Fameli se vio flotando sobre su escritorio sin nada a lo que asirse. Un movimiento brusco le hizo girar sobre sí mismo, al tiempo que se alejaba más del suelo Cabeza abajo vio, por el tragaluz junto a la puerta, la luna que todavía reinaba en el cielo. La luna que observó Galileo, que explicó Newton, que guió al Beagle en la travesía de Darwin. Fugazmente le invadió una lucidez desconocida y flotando sobre su escritorio comprendió, aunque siempre lo había sabido, que una verdad sólo conduce a otra verdad, de manera que a partir de una verdad fundamental se podría explicar el mundo entero. De la misma forma, la mentira sólo conduce a falsedades, y una mentira fundamental es capaz de borrar todo conocimiento, incluso la ley de gravitación universal de Newton que ataba sus pies al suelo, la luna frente a su ventana y su mente a la cordura.De repente Fameli lo comprendió todo, como si un velo cayera de sus ojos. Presa de los nervios, quiso anotar cada palabra de aquella terrible revelación antes de perder el menor detalle. Consiguió alcanzar su pluma y un papel arrugado y comenzó a copiar cada idea, cada pensamiento que le había llevado a la desgarradora verdad, pero en el papel tan sólo aparecían garabatos sin sentido y palabras inconexas. Entonces comprendió que no sólo había olvidado el secreto, sino que no sabía escribir.Soltó papel y pluma, que salieron despedidos de sus manos. Trató de desandar el camino recorrido, como cuando perdía las llaves y rehaciendo sus pasos las hallaba, pero no pudo, ni pudo recordar cómo había llegado a su despacho, ni con quién había estado, ni por qué estaban todos sus papeles desparramados por el suelo. Se sintió como un jugador que deja escapar de entre sus manos el boleto ganador, el que cambiaría su vida. ¿Qué era aquello que había encontrado? ¿Por qué lo olvidaba, si era tan importante? Estaba ya casi despierto, aunque tardó un rato en comprender que no existía secreto, ni pluma, ni papeles donde escribirla, que todo había sido un sueño. Se incorporó en la cama, con los ojos aún cerrados, y se sintió la respiración agitada y el corazón desbocado en el pecho. Su cuerpo persistía en la pesadilla mientras su mente iba cobrando consciencia de la realidad.Sin embargo, y antes de olvidar del todo aquel sueño supo, por un instante y con certeza, que aquella pesadilla que ya no podía recordar se repetía cada noche en su lecho, y que cada noche la olvidaba. Intuyó incluso que tal vez era él mismo quien cada noche elegía olvidar. En seguida olvidó esto también y se levantó.

Castellón, abril de 2009
Por Pedro Paradís
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